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Bernard Berenson en su clásico libro Los pintores italianos del Renacimiento menciona "la falta de gusto, esa tara indeleble de provincias" al referirse a esos pintores que al admirarla, trataron de imitar la pintura de florentinos y venecianos. Botero, quien también admira, imita y recrea, a venecianos y florentinos, ha invertido el planteamiento, como en su muy reciente retrato de Federico de Montefeltro y su mujer, de Piero della Francesca, a los que ha puesto literalmente al revés. Ha alterado el orden. Los perfiles que ocultaban salen ahora a la luz. El ojo perdido resulta evidente. Por tanto el mal gusto de provincia se ha vuelto el enfoque necesario para canibalizar y devorar arte y provincia, en una amalgama única.

En la cámara nupcial de los Mantegna se ha colado un niño que busca sacudir nuestras certezas visuales y otorgarnos una nueva certidumbre: allí donde las enanas se volverán más anchas y los mayores ciertamente pueriles. Existen en el ojo valores táctiles gracias a los cuales podemos palpar y percibir la consistencia rotunda de esa nueva realidad. La realidad Botero. La pintura como mundo. Sólo que estos recintos, a la vez tan precarios y tan saturados, los habitan también otras presencias. Las que los espejos de los armarios, por ejemplo, nos revelan al ampliar hasta el exceso esas grandes masas carnales. Esas diosas excesivas y distantes. Esos cuerpos que cumplen a cabalidad la mayor ambición de su pintura: exaltar la forma. Hacerla eterna e inolvidable.

Fernando Botero
Mujer fumando
1994
Acuarela sobre papel 122 X 99 cm

Cuadros saboreables que deparan sensualidad y goce a través de un tratamiento paradójico: la volumetría geométrica se une con la gastronomía visual. Masticamos, en esas infinitas variaciones que ha hecho del Concierto campestre (1994, acuarela) o del desayuno sobre la hierba, seres a la vez autónomos y dependientes: vienen de Giorgione o de Manet, pero son ya de Botero. Se sostienen en sí mismos y se apoyan unos a otros en el universo plástico que el propio Botero ha ido configurando. En ellos la desproporción al inflar una parte, al reducir otra -ojos inmensos, bocas pequeñas, brazos cortos, manos gruesas- se convierten, como lo dijo Germán Arciniegas en su libro sobre Botero (1979), en "comentario burlón" en "sarcasmo asordinado" La grandeza ha caído a tierra y ahora resulta necesario restaurarla pintando esa galería de faros inolvidables: retratos de Durero, retratos de Velázquez, retratos de Courbet o Cézanne.

Fernando Botero
Concierto campestre
1994
Acuarela sobre papel 8o x 101 cm

Botero, antes que crítico, es pintor, y la lucidez implacable de su mirada cala aún más en la entraña, debido por cierto, a la simpatía que no puede menos que tener con los propios valores que lo formaron: la del país en que nació y la de la pintura con que logró expresarlo. "Nunca se deben perder las relaciones con el propio país", ha dicho. "En el caso concreto de Colombia creo que tiene un tremendo 'duende' aún inédito"

Las palabras que Federico García Lorca utilizaba para referirse al ángel de la poesía son las mismas que el socarrón Botero, con su barbita bien recortada, emplea para colarse en el sacrosanto recinto de la historia del arte. Allí, adentro, ya hará lo que le dé su real gana. Madame Pompadour crece como un globo a punto de estallar y los obispos ruedan por el piso vueltos apenas forma y color. Una estructura en pirámide. Un arco iris de colores entonados. Oscilante entre las fantasiosas ostentaciones del juego creativo y el rigor de una figuración que siempre ha querido realista, a su manera, así se van estableciendo las gordas y gordos de Botero, el colombiano. Sin su país ellas no se explican del todo, pero como todo arte en verdad significativo, ellas van más allá de la tierra que las nutrió con su invasor contagio. Su mayor novedad consiste en pintar naturalezas muertas. Desnudos, ramilletes de flores o retratos de familia. Todo ello con su guiño propio, de agridulce inocencia. De euforia y soledad desamparada. Con su objetividad impasible. Con su distanciamiento de estatua inabarcable. Todo lo cual, en definitiva, garantiza la validez de su arte.

Al deformar a su arbitrio la pequeña parcela de su realidad provinciana logró que todos los seres del vasto e impreciso mundo que llamamos "realidad", siempre entre comillas, se volvieran a su imagen y semejanza. El pequeño pintor que coloca, en irónico autorretrato, al pie de sus figuras colosales, sabía lo que buscaba. Rehacer el mundo a su antojo. Volverlo colombiano. Transformarlo en pintura, avasalladora e incuestionable. Por ello tenemos que volver a mirarlo, para deslizarnos en esa cámara nupcial en donde forja sus alquimias plásticas.

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