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Todos los ojos de sus personajes tienen una fijeza inmóvil, como si hubiesen quedado congelados en un remoto paraíso de los años treinta y cuarenta. Un mundo provinciano de untuosos abogados, intrigantes sin remedio, tan estrechos de alma como sus corbatas, y con sus acicalados bigotitos de tenorios de barrio. Los mismos que sin sus sacos se expandirán al jugar a las cartas o bailarán, toscos y pesados, en esas verbenas populares en donde las guirnaldas tendrán los colores de la bandera de Colombia y la atmósfera una apelmazada mezcla de olores: cigarrillos, acidez del negro manojito de pelos de los sobacos, y dulzonas fragancias de pachulí barato. Pero finalmente serán esas damas bizcas y recargadas las que triunfarán inexorables. Reinas de una noche en sus camastros con cabecera con bolas de bronce. Devorarán expansivas a esos irrisorios caballeretes. Pequeños muñequitos fajados a los que manipulan a su antojo, mientras ellas, grandes ballenas de carne, van ocupando todo el espacio hasta ahogarlos. Saturarán los espejos, e invadirán nuestras pupilas, proclives al voyeurismo del testigo incómodo, con la atonía virginal de su blanca opulencia tapizada de pecas y lunares. Nadie hasta ahora ha logrado doblegarlas, ni mucho menos mancharlas con los fortísimos perfumes de la pasión desatada. Volverán a estar solas, la luna como única compañía en sus cuartucos de paredes agrietadas, mientras a través de un abigarrado horizonte de tejas coloniales se esfuma el ladrón de la madrugada.
Qué folletín fascinante el que Botero ha terminado por crear, con sus putas y sus monjas, con sus músicos, sus arrieros y sus obispos, sus iglesias y sus vírgenes tan cursis que sólo pueden ser inexorablemente nuestras. Es decir: colombianas.
Sus colores tienen algo de pastel almibarado, con sus lilas blancuzcos y sus azules empalagosos. Sus pajaritos de pacotilla y sus flores tropicales. Del mismo modo sus gaseosas, sus cabezas de cerdo y sus tenedores voluminosos, nos invitan a un banquete de fonda arrabalera o de tenderete a la orilla del camino. La única modernidad a la que parece condescender, en pocas ocasiones, por cierto, es también un flagrante anacronismo: una arcaica guerrilla campesina, con sus botas de caucho y sus miméticos uniformes de camuflaje, agazapados en un bosque cuyos árboles responden más al entrelazamiento de las lanzas en las batallas de Paolo Ucello o La victoria de Constantino sobre Majencio de Piero della Francesca, que a la manigua de nuestras selvas depredadas. Un material tan explícitamente pintoresco y, si se quiere, tan subdesarrollado, Botero lo potencia al máximo. Su fría mirada se aplica a la forma, a la composición y al volumen, no a la nostalgia o a la crítica social. Ciertos cuadros terminan por brindarnos una luz atemporal, de perennidad irrefutable. Y como él bien lo dice, tan consciente de su tarea: "Desde hace como quince años trabajo con cuatro colores que son el amarillo ocre, el azul cobalto, el rojo cadmio y el verde esmeralda. Y el blanco y el negro. Punto. No más. Y todo sale de ahí". Por supuesto, nostalgia y crítica están en ellos, implícitos, pero su obsesión central consiste en lograr que la totémica matrona y el irrisorio hombrecito logren su desajustado equilibrio, o que los colores que aparentemente se rechazan consigan un soterrado diálogo de afinidades. Ácidos amarillos conversan con enfáticos fucsias y los edredones de colorines sostienen matronas en las cuales el mármol bien puede volverse una arcilla plástica, rosada y apetecible. Véase, por ejemplo, Naturaleza muerta con helado (1990), un óleo en el que sobre el mantel amarillo y enmarcado por la cortina gris se alcanza la apoteósis delirante de rosas, verdes y naranjas. Sólo que todos estos artilugios apuntan hacia la monumentalidad estática de un arte impasible.
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Fernando Botero
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Allí en donde esas caras ostentan la bovina satisfacción autosuficiente de quien ya no debe recurrir al mundo para subsistir en el tiempo: se bastan, e incluso, se sobran a sí mismos. Se sobrepasan en su desborde plástico, tan magistral como ese obispo Caminando cerca al río (1989) en el que el virtuosismo alcanza cotas clásicas. La prueba de sus talentos se da entonces al enfrentar una única pera. Una masa corpórea que ocupa todo el espacio y que excluye, con soberano desdén, todo aquello que no sea su opulenta redondez avasalladora. La pera que no permite ningún otro objeto a su lado y que domina, reina absoluta, todo el ámbito de nuestra percepción. No puede haber nada más. Exige de nuestra mirada, casi siempre frívola y siempre seducida por tantos focos de atracción excluyente (la actualidad, el humor, la pericia técnica), una entrega receptiva y una contemplación sin excusas. Resulta la superficie de un mundo pleno e íntegro. Algo que ha hecho de su puro exceso su magistral límite. Sólo pintura. Quedamos ante ella como el fiel ante el ídolo. El pasmo del converso ante la luz que lo deslumbra. Sobrepasados por su misteriosa evidencia mensurable. Con su maliciosa socarronería, Botero, el impío, nos ha devuelto la fe en la pintura. Ya que la primera víctima de esa ilusión dentro de la cual vivimos es él mismo. Con su pintura nos ha enseñado a habitar sus cuadros y a compartir las horas con sus personajes. Sólo así se explica que haya logrado mantener con tanta entrega, rigor y coherencia, un mundo en ocasiones tan pueril y pueblerino, tan regocijante como inmaduro. Tan provinciano como universal. Porque su verdadera fecha de nacimiento no es, como se dice, en 1932, en Medellín, sino en 1958, cuando luego de visitar España, Francia e Italia, pintó su Homenaje a Mantegna. Allí resultó armado, con pinceles y paleta, caballero insobornable de la pintura.
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Fernando Botero
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El universo es como una naranja
Sus naturalezas muertas de 1997, 1998 y 1999 acentúan su monumentalidad con esas desmesuradas jarras grises que se repiten en las tres como un motivo básico. Al mismo tiempo, los estrechos ambientes en donde éstas se exponen parecen aún más saturados gracias a las pesadas mesas que ostentan sus torneados volúmenes y su definida ocupación del espacio, sólo que ese cubo escénico se rompe siempre mediante un espejo o una ventana. Jardín y aire. Juega así con los reflejos de los objetos o las transparencias de los vidrios para que la afirmativa firmeza de las patas o la rigidez de esas telas abullonadas se aligeren o espiritualicen con la naranja o la sandía, el pepino o la manzana. Componen así refinados equilibrios de color sobre el escenario horizontal de la mesa y la verticalidad de los bloques de objetos. Finalmente, con una cuerda azul o un cajón abierto, la composición termina por adquirir una simetría definida y clásica. La falaz ilusión de estar ella allí, en el interior del cuadro, y aquí, inclinada en el ámbito del contemplador, para ofrecernos sus tesoros.
En sus naturalezas muertas, en general, con grises callados o provienen de Giorgio Morandi y amarillos y rosas que rompen la solemne gravedad de esos altares cotidianos en los que cuchillos y violines, botellas y lámparas quedan entroniza dos dentro de un aura inmemorial. Los utensilios para comer se han trocado así en objetos de culto. Muy reveladora, en tal sentido, es aquella Naturaleza muerta con lámpara y botella de 1999, en la que el periódico El Tiempo y el calendario han perdido ya su referencia temporal para convertirse en amarillas y congeladas presencias que trascienden su función inicial. Informar, quizá. Fijar el tiempo en una fecha. Pero ahora han entrado, como las frutas anteriores, o el desnudo de mujer en la playa, en otro ámbito. El inevitable mármol con que la pintura congela el tiempo y la erosión se detiene impávida. Sobre los verdes y los caobas se extiende una sutil pátina que altera las fechas: el fugaz tiempo de la actualidad efímera, de las noticias y los sucesos, se ha convertido en un dorado polvillo de eternidad verdosa con que han quedado recubiertas y preservadas pera, naranja y botella. Mujer y ola. Naturaleza muerta con guitarra, de 1993, es un dibujo cuya composición involucra al espectador y lo atrae hacia su vórtice con ese semicírculo de ventanas, montañas y tejas coloniales. Ofrece entonces su conocido banquete de ciruelas, piñas y manzanas mientras la proverbial guitarra anuncia, con los tenues amarillos de la fruta próxima, el paso del color a la música. De esa armonía que debe regir en todas las artes, exprésese con sonidos o con pigmentos. En ambos casos se trata de notas musicales. De un pentagrama en el que se acentúan o se aligeran los tonos y las transiciones. La vibración o la pausa. El toque agudo o el sostenido enlace hacia el nuevo acorde cromático. Otra naturaleza muerta de 1997, muestra a cabalidad el modo como Botero explora, una y otra vez, obsesivo y original, sus intransferibles asuntos.
En Naranjas, cuatro naranjas enteras, una media naranja y un gajo, brillan radiantes en su redonda y compacta unidad. Poseen, además, la minuciosa frescura húmeda de su brillo natural. Son gotas de luz. Además, los detalles de semillas, nervaduras y piel poseen un fulgor interno en contraste con el mantel rosa y el amarillo quemado de la pared. Sin olvidar, por cierto, el rectángulo verdoso del baldosín. Hay una gradación que crece y se sostiene para obtener ese ardor del naranja único. La fruta ha sido sustituida por el color. Por esa mirada que aísla la individualidad de cada una de las presencias y las integra dentro de un conjunto mayor, de distancias y afinidades. De bloques y espacios. Botero las desmenuza y las recrea hasta llegar a su esencia. Por ello el estudio y análisis a que somete sus temas, al volver sobre ellos, es el que le permite dar un inmenso salto cualitativo y pasar de las logradas Naranjas a un cuadro sorprendente y excepcional desde todo punto de vista. El Homenaje a Georges de La Tour, de 1998, en el que el cielo estrellado y la mano que avanza con una vela hace que las tres naranjas plenas y las dos cortadas, además de la copa con el color amarillo albergado en su interior, produzca una sensación de paz estelar. De cósmico sosiego. Calma e ingravidez. Allí donde la mesa se ha despojado de las ligaduras terrestres y flota liberada en el espacio. El silencio de esa oscura vastedad se nos ha hecho humano. La luz de la pintura aclaró las tinieblas. Nos enseñó a ver. A meditar. A callar. Reflejada esa luz en la copa y en el gajo de naranja la convivencia íntima con la estructura de esas frutas ha logrado transmitirse al universo íntegro, incluido ese pintor al cual Botero rinde homenaje. Aquel sobre el cual André Malraux, en Las voces del silencio, escribió:
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- La Tour no pinta la oscuridad: pinta la noche. La noche extendida sobre la tierra, la forma secular del misterio pacificado. Sus personajes no están separados de ella: son su emanación (pág. 388).
La pintura de Botero también proviene de la tierra, de su provincia, de su terruño, de su región, pero ahora ya ha quedado allí, inmóvil e intemporal. El arte la volvió universal.